domingo, 23 de noviembre de 2014

UNA MUERTE…¿MI MUERTE?




Hablo con la muerte casi todas las noches. La censuro por su humor negro y su mal gusto. Ella trata de justificarse diciendo que creció viendo El Padrino y entonces le respondo que no diga estupideces, que es una inútil.
Me replica alegando que es impulsiva, no incompetente, y que en su eficacia radica su éxito.
Esto nos lleva a discutir de manera febril, aunque soy yo quien se acalora. Ella es quien lleva la voz cantante y tiene la última palabra. Por eso cuando le voy a preguntar lo más importante, cuando reúno el valor para hacerlo, se va. Es esta inconsistencia suya lo que más detesto.
Siempre es impuntual, o llega con demasiada prisa o se va con una lentitud tan pasmosa que logra desorientarme hasta casi olvidar mi nombre. Me enloquece.
Y esto cada noche, casi cada noche.
Intento comprender cómo adelantarme a sus movimientos, que son siempre bruscos y caprichosos, pero sólo doy vueltas en círculo.
En esta absurda persecución dejo que me engulla la marea alta, que me arrastra con la arena y todas las reliquias abisales hacia una orilla incierta donde todas mis huellas se desdibujan. También yo me disuelvo con la brisa, pero entonces la musa de mi angustia vuelve y me transforma en estatua de sal mientras el tiempo queda en suspenso.
Yo quisiera no volverla a hablar, castigarla con mi indiferencia, pero es tal su elocuencia que al final siempre bailo a su son. Por ejemplo, si me encuentra muy inquieto, me dice: “¿y qué importa de lo que hablemos?”, hablaremos infinitamente.
Al escuchar estas palabras me paralizo y lo más frecuente es que poco después me venza el sueño.
Así son nuestras despedidas, crípticas como los andares del sonámbulo.
Hay incalculables palabras en sus silencios que sólo podría escribir esta odalisca de las sombras. Y aún con eso, sus ausencias no me despiertan tanta curiosidad como temor.
¿Será este el propósito de mis días postreros, el adivinar adónde le dirigirán sus pasos en fiel agonía?
Pero no es eso lo que me da miedo. Tengo miedo a que se muera la muerte y que no vuelva, a no saber que estoy muerto.
EPÍLOGO: LOS LUNES
La cama me vomitó a las calles otra mañana de lunes satánico. Un cielo que empezaba a teñirse de gris a pesar de lo temprano, presagiaba una larga sucesión de monótonas horas no por ello menos estresantes.
Si mi odio por mi trabajo generase energía, ya no harían falta las centrales nucleares.
Resignado, no obstante, a mi suerte,  me dirigí hacia el baño para empezar mi ritual de adecuación a lo que casi todo el mundo llama vida.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

PETERPANES



¿A quién podría resultarle romántica la rampa de entrada a un garaje? No podría afirmar a ciencia cierta que ella sea la única, pero me reservo el beneficio de la duda. Y eso sólo porque tan singular ubicación geográfica fue el escenario de su primer beso.
¿Será este el origen de su percepción del mundo como una espiral de excentricidad disfrazada de vida común?
Lo cierto es que se la encoge un poco el corazón cada vez que cruza una entrada de garaje, en especial si se trata de una de esas que tienen un suelo de baldosines rosas desteñidos con pequeños bajorrelieves circulares. Y yo no sé que me da más rabia, si ver esa pánfila ensoñación que la envuelve, o escuchar una vez más de sus labios la cíclica confesión que me atormenta.
Lo curioso es que ahora se me encoge el estómago al cruzar rampas de garaje, en especial, las de baldosines rosas desteñidos y, como es lógico, la odio por ello.
Querría ser más benévolo con sus caprichosas idas y venidas en mi vida, pero la frustración que me paraliza en cada abrazo de despedida, me llena de rencor, sed e incertidumbre.
Se disfrazó de brisa de verano cuando la conocí por casualidad en una  velada de alienación etílica para olvidar el suicidio de nuestros “peterpanes” de la veintena. Tras varias copas, comenzó a hablarme de sus voraces sueños artísticos y yo, que en mi breve pero intenso periplo por la industria publicitaria, ya había visto reducirse a cenizas varias de mis ilusiones, me dejé arrastrar por su discurso hacia una reconfortante isla común.
Pero más que un verano ella es el otoño. Nadie sabe si sus ramas se volverán a poblar de hojas o vivirán una poda perenne. Dice que no puede obviar un cierto pragmatismo que la obliga a descartar cualquier aspiración a artista de museo, pero esa es sólo una coraza. En realidad pocas cosas le gustarían más que viajar por el mundo para desarrollar proyectos sin ningún otro fin que mostrar a la gente su fiel reflejo, pero con un halo de misterio.
Encerrada por horas dibujando hasta lijarse la yema de los dedos, la he visto varias veces abandonar un dibujo casi terminado.
”Dibujar no es relajante”-es todo cuanto sale de su boca en esas ocasiones-“no dejes que te convenzan de lo contrario”.
Me gusta verla dibujar porque siempre he admirado a aquellos con la habilidad de destacar en algo. Gente con la capacidad mágica de conectar lo que imagina su cerebro con el papel, un escenario o un instrumento.
Cuando dibuja desaparece todo lo demás, lo noto porque aunque conteste a mis preguntas, su tono es lineal y sus ojos están en un paisaje que ni ella está segura de conocer.
A mi me falta esa pulsión febril, supongo que es la consecuencia lógica de estudiar algo que te encanta pero en cuya práctica nunca gana el verdadero ingenio.
Antes quería ser el mejor publicista, el tipo sonriente de los reportajes de revista especializada y mi salario era sólo ese correo que debía comprobar una vez al mes ya que el alquiler lo pagaban mis padres.
Ahora en cambio, inmerso en las delicias de la vida adulta, me encuentro a menudo haciendo horas extra soñando con la evaluación favorable que no estoy en edad de recibir, para alcanzar un limbo con más horas libres y un equipo bajo mi mando.
Podría decirse que vivo enfrentado a la ventana de ladrillos de Bartleby el escribiente, pero en mi ventana un ladrillo se ha roto y deja ver un suelo de baldosines rosas desteñidos con pequeños bajorrelieves circulares.

domingo, 16 de noviembre de 2014

FRAGMENTO

La dolorosa verdad le asaltó mientras la seccionaba quirúrgicamente. Residía en los fragmentos que lívidos e inestables reposaban sobre el granito. Entre aquellos desordenados pedazos que hasta hacía escasos minutos formaban una amable superficie, latía una amenaza: un identificable trozo de hueso. ¡Ya no podía confiar ni siquiera en las aceitunas rellenas! Aquel minúsculo pedazo de hueso era la prueba irrefutable de la existencia de fisuras incluso en las certezas más absolutas. ¡Podría provocar fácilmente la rotura de un diente en un momento de despiste! No volvería a confiar en nada. Aquella aceituna contenía, en lo poco que quedaba de su corazón, la respuesta a demasiadas preguntas.