Hablo con la muerte casi todas
las noches. La censuro por su humor negro y su mal gusto. Ella trata de
justificarse diciendo que creció viendo El Padrino y entonces le respondo que
no diga estupideces, que es una inútil.
Me replica alegando que es
impulsiva, no incompetente, y que en su eficacia radica su éxito.
Esto nos lleva a discutir de
manera febril, aunque soy yo quien se acalora. Ella es quien lleva la voz
cantante y tiene la última palabra. Por eso cuando le voy a preguntar lo más
importante, cuando reúno el valor para hacerlo, se va. Es esta inconsistencia
suya lo que más detesto.
Siempre es impuntual, o llega
con demasiada prisa o se va con una lentitud tan pasmosa que logra
desorientarme hasta casi olvidar mi nombre. Me enloquece.
Y esto cada noche, casi cada
noche.
Intento comprender cómo
adelantarme a sus movimientos, que son siempre bruscos y caprichosos, pero sólo
doy vueltas en círculo.
En esta absurda persecución
dejo que me engulla la marea alta, que me arrastra con la arena y todas las
reliquias abisales hacia una orilla incierta donde todas mis huellas se
desdibujan. También yo me disuelvo con la brisa, pero entonces la musa de mi
angustia vuelve y me transforma en estatua de sal mientras el tiempo queda en
suspenso.
Yo quisiera no volverla a
hablar, castigarla con mi indiferencia, pero es tal su elocuencia que al final
siempre bailo a su son. Por ejemplo, si me encuentra muy inquieto, me dice: “¿y
qué importa de lo que hablemos?”, hablaremos infinitamente.
Al escuchar estas palabras me
paralizo y lo más frecuente es que poco después me venza el sueño.
Así son nuestras despedidas,
crípticas como los andares del sonámbulo.
Hay incalculables palabras en
sus silencios que sólo podría escribir esta odalisca de las sombras. Y aún con
eso, sus ausencias no me despiertan tanta curiosidad como temor.
¿Será este el propósito de mis
días postreros, el adivinar adónde le dirigirán sus pasos en fiel agonía?
Pero no es eso lo que me da
miedo. Tengo miedo a que se muera la muerte y que no vuelva, a no saber que
estoy muerto.
EPÍLOGO: LOS LUNES
La cama me vomitó a las calles
otra mañana de lunes satánico. Un cielo que empezaba a teñirse de gris a pesar
de lo temprano, presagiaba una larga sucesión de monótonas horas no por ello
menos estresantes.
Si mi odio por mi trabajo
generase energía, ya no harían falta las centrales nucleares.
Resignado, no obstante, a mi
suerte, me dirigí hacia el baño para
empezar mi ritual de adecuación a lo que casi todo el mundo llama vida.