La fragilidad de su humor estaba
directamente relacionada con las nubes grises que, inexorables, coronaban un
cielo sin esperanza.
La contaminación y una perenne
tristeza rivalizaban por conquistar la ciudad sin que ningún habitante se aventurase
a adivinar cual pudiese salir victoriosa.
Mirando a través de la ventana
velada por unas finas cortinas que su procedencia mediterránea le había
obligado a instalar, observó apesadumbrada el horizonte gris que se extendía
inquebrantable.
Si acabase de llegar a ese
olvidado rincón de Ecuador, hubiese caído en el engaño de la promesa pluvial,
pero esa ingenuidad inicial había sido aniquilada.
El gris y una eterna primavera
eran sus compañeros más fieles.
A regañadientes se obligó a
levantarse para tomar un té de Hierba Luisa acompañado de unos chocolates que
su buen amigo Camilo había traído como obsequio a la vuelta de su viaje a Perú.
Masticó con furia el primero tras
abrasarse la lengua con un sorbo apresurado a su tisana mientras sus
pensamientos volaban melancólicos hacia su pasado reciente.
Su estancia en la frontera la había vuelto
huraña, una especie de ermitaña que prefería la compañía de las flores y los
saludos de los campesinos a la multiplicidad de opciones de la ciudad. Echaba
de menos su minúsculo porche de madera para tomar una infusión antes de la
cena. La calidez hogareña de su pintura resquebrajada, muy acorde con su estado
cochambroso general. Era un mirador con la poesía del óxido.
Ahora los atardeceres eran más
civilizados, muy ordenados en su sumisión a la niebla caprichosa que se había
adueñado del cielo y sus constelaciones, y parecían prohibir los sueños.
Respirar ese aire que desafiaba
al oxígeno le hacía sentir presión en el pecho. Estaba donde quería estar, pero
una fiera soledad más allá de los paseos y las reuniones de los fines de semana
oprimía su esencia más inescrutable.
Pensó que la amargura del
chocolate que paladeaba con la promesa de su dulzor final era una metáfora de
su vida. Su búsqueda de un Dorado en el que fuese rescatada de sí misma y donde
poder ayudar arropada por una tierra cálida y maternal.
Su actual estado de funambulista geográfica,
sin casa ni patria, desdibujando fronteras, había expandido su visión del mundo
dejándola huérfana de hogar. Y eso era doloroso.
Echaba de menos su trabajo en la
frontera. El contacto directo con refugiados de mirada tan desesperada que le
hacía olvidar su propia desesperante sed de vida. La rebeldía y ansia de
aventuras que ocultaba la otra cara de su moneda. Quizá fuese un poco
vergonzoso reconocerlo, pero necesitaba mirarse en muchos más espejos para
reconocer su rostro. Ese rostro que aquella mañana turbia estaba difuminando.
De repente un pequeño pájaro
verde se posó en el poyete de la ventana imponiéndose a la grisalla
colonialista. Sin saber muy bien la razón, el reto insolente que suponía
aquella presencia verde brillante la hizo sonreír. Una nueva idea que se le
antojó divertida se apropió del vacío matinal.
Cuando acabase ese abril en el
que estaba atrapada, llegaría el sol cegador del verano.