domingo, 25 de enero de 2015

ATRAPADA EN ABRIL




La fragilidad de su humor estaba directamente relacionada con las nubes grises que, inexorables, coronaban un cielo sin esperanza.
La contaminación y una perenne tristeza rivalizaban por conquistar la ciudad sin que ningún habitante se aventurase a adivinar cual pudiese salir victoriosa.
Mirando a través de la ventana velada por unas finas cortinas que su procedencia mediterránea le había obligado a instalar, observó apesadumbrada el horizonte gris que se extendía inquebrantable.
Si acabase de llegar a ese olvidado rincón de Ecuador, hubiese caído en el engaño de la promesa pluvial, pero esa ingenuidad inicial había sido aniquilada.
El gris y una eterna primavera eran sus compañeros más fieles.
A regañadientes se obligó a levantarse para tomar un té de Hierba Luisa acompañado de unos chocolates que su buen amigo Camilo había traído como obsequio a la vuelta de su viaje a Perú.
Masticó con furia el primero tras abrasarse la lengua con un sorbo apresurado a su tisana mientras sus pensamientos volaban melancólicos hacia su pasado reciente.
 Su estancia en la frontera la había vuelto huraña, una especie de ermitaña que prefería la compañía de las flores y los saludos de los campesinos a la multiplicidad de opciones de la ciudad. Echaba de menos su minúsculo porche de madera para tomar una infusión antes de la cena. La calidez hogareña de su pintura resquebrajada, muy acorde con su estado cochambroso general. Era un mirador con la poesía del óxido.

Ahora los atardeceres eran más civilizados, muy ordenados en su sumisión a la niebla caprichosa que se había adueñado del cielo y sus constelaciones, y parecían prohibir los sueños.
Respirar ese aire que desafiaba al oxígeno le hacía sentir presión en el pecho. Estaba donde quería estar, pero una fiera soledad más allá de los paseos y las reuniones de los fines de semana oprimía su esencia más inescrutable.

Pensó que la amargura del chocolate que paladeaba con la promesa de su dulzor final era una metáfora de su vida. Su búsqueda de un Dorado en el que fuese rescatada de sí misma y donde poder ayudar arropada por una tierra cálida y maternal.
Su actual estado de funambulista geográfica, sin casa ni patria, desdibujando fronteras, había expandido su visión del mundo dejándola huérfana de hogar. Y eso era doloroso.
Echaba de menos su trabajo en la frontera. El contacto directo con refugiados de mirada tan desesperada que le hacía olvidar su propia desesperante sed de vida. La rebeldía y ansia de aventuras que ocultaba la otra cara de su moneda. Quizá fuese un poco vergonzoso reconocerlo, pero necesitaba mirarse en muchos más espejos para reconocer su rostro. Ese rostro que aquella mañana turbia estaba difuminando.
De repente un pequeño pájaro verde se posó en el poyete de la ventana imponiéndose a la grisalla colonialista. Sin saber muy bien la razón, el reto insolente que suponía aquella presencia verde brillante la hizo sonreír. Una nueva idea que se le antojó divertida se apropió del vacío matinal.
Cuando acabase ese abril en el que estaba atrapada, llegaría el sol cegador del verano.

lunes, 19 de enero de 2015

RARA AVIS



Le miraban como posiblemente él les había mirado cuando habían comenzado a tirar huesos de aceituna y servilletas de papel usadas al suelo con toda naturalidad sin que a nadie pareciese disturbarle lo más mínimo este hecho. La docena de ojos que le devoraba confesaba mediante su entrega, no haber visto a otro japonés de cerca jamás.
Hiroaki se preguntó por un momento si la aparente pátina de grasa que cubría las paredes del diminuto local, se habría filtrado dentro de las cabezas de sus interlocutores impidiéndoles discernir qué modales eran intolerables en la mesa. Era consciente de que podía tratarse de un malentendido cultural, pero de alguna forma aquello no parecía correcto.
Tan pronto la señora Rosario, al parecer propietaria del lugar, había servido las “tapas” que ellos habían llamado “raciones”, todos habían empezado a mostrarse ansiosos por llevarse la mayor cantidad de comida a la boca, interrumpiendo abruptamente su discurso e incluso quemándose la lengua con tal de asegurarse su ración. Parecían Nopperabos de dientes negros.
El “guachinche”, como le habían explicado que se llamaba a ese tipo de bar, contaba como únicas similitudes con un bar japonés, el hecho de contener una barra alrededor de la cual organizar a sus clientes, la opción de consumir bebida y ciertos aperitivos como acompañamiento y un trato bastante familiar con el dueño.
Por lo demás, poco había que no le sorprendiese. El pintoresco establecimiento en el que se encontraba, delataba una total despreocupación por la decoración o higienización de sus instalaciones. Del bajo techo de madera colgaban polvorientos peces disecados en precario equilibrio sobre las cabezas de todo aquel que decidiese sentarse frente a la barra, que bien pudiese haber sido reconvertida en escultura de Andy Warhol. Su cobertura consistente en una serie de capas de hule de plástico de estampados diversos amarilleados por el tiempo y los lavados, albergaba en sus estratos, los iconos de varias décadas. Entre flores, retratos de artistas y geometrías psicodélicas, los cercos imborrables de indeterminables vasos habían creado su propio dibujo.
“Desconchones
Canciones típicas
Muslos de pollo
Suelo terroso con restos”
Esta especie de haiku se formó en su cabeza haciéndole sentir algo mareado.
En cambio,  los demás pobladores del bar parecían satisfechos y más que felices según daban cuenta de sus vasos de vino y los guisos de su añosa anfitriona que sonriente les ofrecía anécdotas de su juventud labriega como aderezo.
El joven japonés no podía negar, pese al visceral rechazo que generaba en él aquella mezcla mareante de olores especiados, grasa y mierda ancestral, que los platos y el vino de la señora Rosario eran deliciosos.
Cuando la tercera botella de vino casero de la doña se hubo terminado, Hiro pudo comprobar como comenzaba un ritual de canto tradicional acompañado por pequeños instrumentos de cuerda. La melodía le agradaba por su tono dulzón, muy adecuado para dejarse mecer por las ensoñaciones del atardecer, que acababa de comenzar.
Los rayos de un sol violeta se abrían paso a través de la puerta oxidada del guachinche, cuya pintura naranja se deshacía en jirones dando lugar a un contraste entre complementarios con el actual tono añil de la vegetación de la montaña.
De pronto una mano posada en su hombro le devolvió a la realidad. Era Rosario, que ataviada con un sombrero de paja, le abrazaba por los hombros animándole a mecerse mientras cantaba la que al parecer, sería la última canción.
A pesar de lo inesperado de ese abrazo nunca solicitado, la calidez de la sonrisa de la mujer, le hizo pensar en su ya fallecida abuela que también había trabajado como campesina durante toda su vida.
No estaba muy seguro de si podría repetir la experiencia, pero estaba orgulloso del entretenimiento que había escogido para ocupar las escasas horas de ocio que le brindaba su estancia en la isla.