Le miraban como posiblemente él les había mirado cuando
habían comenzado a tirar huesos de aceituna y servilletas de papel usadas al
suelo con toda naturalidad sin que a nadie pareciese disturbarle lo más mínimo
este hecho. La docena de ojos que le devoraba confesaba mediante su entrega, no
haber visto a otro japonés de cerca jamás.
Hiroaki se preguntó por un momento si la aparente pátina de
grasa que cubría las paredes del diminuto local, se habría filtrado dentro de
las cabezas de sus interlocutores impidiéndoles discernir qué modales eran
intolerables en la mesa. Era consciente de que podía tratarse de un
malentendido cultural, pero de alguna forma aquello no parecía correcto.
Tan pronto la señora Rosario, al parecer propietaria del
lugar, había servido las “tapas” que ellos habían llamado “raciones”, todos
habían empezado a mostrarse ansiosos por llevarse la mayor cantidad de comida a
la boca, interrumpiendo abruptamente su discurso e incluso quemándose la lengua
con tal de asegurarse su ración. Parecían Nopperabos de dientes negros.
El “guachinche”, como le habían explicado que se llamaba a
ese tipo de bar, contaba como únicas similitudes con un bar japonés, el hecho
de contener una barra alrededor de la cual organizar a sus clientes, la opción
de consumir bebida y ciertos aperitivos como acompañamiento y un trato bastante
familiar con el dueño.
Por lo demás, poco había que no le sorprendiese. El
pintoresco establecimiento en el que se encontraba, delataba una total
despreocupación por la decoración o higienización de sus instalaciones. Del
bajo techo de madera colgaban polvorientos peces disecados en precario
equilibrio sobre las cabezas de todo aquel que decidiese sentarse frente a la
barra, que bien pudiese haber sido reconvertida en escultura de Andy Warhol. Su
cobertura consistente en una serie de capas de hule de plástico de estampados
diversos amarilleados por el tiempo y los lavados, albergaba en sus estratos,
los iconos de varias décadas. Entre flores, retratos de artistas y geometrías
psicodélicas, los cercos imborrables de indeterminables vasos habían creado su
propio dibujo.
“Desconchones
Canciones típicas
Muslos de pollo
Suelo terroso con restos”
Esta especie de haiku se formó en su cabeza haciéndole
sentir algo mareado.
En cambio, los demás
pobladores del bar parecían satisfechos y más que felices según daban cuenta de
sus vasos de vino y los guisos de su añosa anfitriona que sonriente les ofrecía
anécdotas de su juventud labriega como aderezo.
El joven japonés no podía negar, pese al visceral rechazo
que generaba en él aquella mezcla mareante de olores especiados, grasa y mierda
ancestral, que los platos y el vino de la señora Rosario eran deliciosos.
Cuando la tercera botella de vino casero de la doña se hubo
terminado, Hiro pudo comprobar como comenzaba un ritual de canto tradicional
acompañado por pequeños instrumentos de cuerda. La melodía le agradaba por su
tono dulzón, muy adecuado para dejarse mecer por las ensoñaciones del
atardecer, que acababa de comenzar.
Los rayos de un sol violeta se abrían paso a través de la
puerta oxidada del guachinche, cuya pintura naranja se deshacía en jirones
dando lugar a un contraste entre complementarios con el actual tono añil de la
vegetación de la montaña.
De pronto una mano posada en su hombro le devolvió a la
realidad. Era Rosario, que ataviada con un sombrero de paja, le abrazaba por
los hombros animándole a mecerse mientras cantaba la que al parecer, sería la
última canción.
A pesar de lo inesperado de ese abrazo nunca solicitado, la
calidez de la sonrisa de la mujer, le hizo pensar en su ya fallecida abuela que
también había trabajado como campesina durante toda su vida.
No estaba muy seguro de si podría repetir la experiencia,
pero estaba orgulloso del entretenimiento que había escogido para ocupar las
escasas horas de ocio que le brindaba su estancia en la isla.
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