Con todo mi cariño, para mi abuela
Hoy mi nieta me ha dicho que no se tener ocio y me ha
entristecido. Nunca he pensado en el ocio ni he sido consciente de su
existencia. He vivido siempre como ama de casa sin parar de trabajar.
Julián, mi marido, era agricultor y mientras el hacía las
labores del campo, yo me encargaba de la casa, en la que había muchas tareas
con las que afanarse. Para empezar, antes aprovechábamos todo. Cuando ahora
cuentan en la tele que hay que reciclar yo pienso que en mi época
sí que sabíamos cómo hacerlo. Matábamos un cerdo y su carne daba de comer a una
familia durante un año entero, aprovechando hasta los sesos para revuelto o los
chicharrones con anís para las meriendas. Además hacíamos jabones con la grasa
que no se utilizaba para la conserva de los lomos fritos. Eso sí que era
reciclar.
De niña, recuerdo que mi madre pasaba largos ratos haciendo
requesón con el suero del queso de oveja. Sin embargo, al dejar la casa vieja,
ya no volvimos a cuidar ovejas y perdimos esa costumbre. Aunque sólo tenía doce
años en aquel entonces, tengo grabado en la memoria cuando las ovejas me
chupaban los dedos como saludo cuando los metía entre los agujeros de su
alambrada. Era un momento para la
felicidad.
Mi nieta nunca ha tocado a una oveja y creo que la
horrorizaría hacerlo. Al menos necesitaría lavarse las manos unas cinco veces
después. En cambio no le da asco comer golosinas fosforescentes o hamburguesas
que no saben a carne.
Tampoco parece importarle el tener que pasar la mitad de
sus días con las narices pegadas a la pantalla de su ordenador, bien sea por
trabajo o para ver “sus series”.
Yo reconozco que el cacharro ese me llama la atención porque
me parece mentira todo lo que contiene, mis hijos compran viajes, ropa y ven
películas con él, pero también entiendo que aísla a la gente. Lo veo cada vez
que paso unos días en casa de alguno de mis hijos: al volver a casa cada cual
se encierra en su cuarto con su máquina y colorín colorado hasta la cena.
En mi casa las sobremesas siempre se prolongaban, entre
semana para organizar los asuntos urgentes y los fines de semana entre café,
rosquillas de la abuela y anís.
Antes de casarme, las amigas de la escuela nos juntábamos en
casa de alguna a la hora de la merienda y después de casarme, al terminar las
faenas del día, visitaba a mi suegra o mi madre y paseaba por el arroyuelo charlando con
alguna vecina. A nadie se le ocurría jugar a las cartas o ponerse a leer un
libro, el cansancio acumulado impulsaba a estirar el cuerpo entumecido con una
caminata para tomar el aire fresco.
Y lo más parecido al ordenador era el cine que mandó
instalar Don Luis, el cura más bueno que hemos tenido en el pueblo, en el que
se ponían películas un día a la semana sin que nadie pudiese elegir la
programación. La gente se sentaba emocionada y devoraba la pantalla con unos
ojos maravillados para los que casi todo era nuevo.
Aunque siendo honesta, debo decir que a mi nunca me
entusiasmó el cine porque no tengo suficiente paciencia para esperar a descubrir adónde va la historia. En las pocas ocasiones que he decidido leer una novela, me
he saltado capítulos o he leído primero el final.
Así que puede que sea verdad que no comprendo el ocio. Mi
tiempo ha sido demasiado mío para sentir que puedo utilizarlo en cualquier cosa y
sin embargo ahora que tengo más de noventa y me estoy quedando progresivamente
ciega, debo descubrir cómo entretenerme sin mirar a los árboles o los pájaros,
charlando pocos ratos con mis hijos, nietos y vecinos, para no morir de
aburrimiento y soledad.
Mis hijos me visitan cada fin de semana y tengo buen trato
con mis vecinos, pero las horas se suceden largas durante el
invierno sin poder salir a mi corral para cuidar las flores.
Las vidas de mis familiares son mi verdadero ocio, los
detalles de sus días que me llegan a retazos telefónicos llenando mis huecos de hoy.
Mi nieta esto no puede entenderlo ahora, pero como es
cariñosa me llama de vez en cuando y sigue quedándose en el pueblo en las
vacaciones, dándome un poco de eso que tanto dice que me falta.