jueves, 26 de febrero de 2015

CASI UNA AUTOBIOGRAFÍA


Con todo mi cariño, para mi abuela

Hoy mi nieta me ha dicho que no se tener ocio y me ha entristecido. Nunca he pensado en el ocio ni he sido consciente de su existencia. He vivido siempre como ama de casa sin parar de trabajar.
Julián, mi marido, era agricultor y mientras el hacía las labores del campo, yo me encargaba de la casa, en la que había muchas tareas con las que afanarse. Para empezar, antes aprovechábamos todo. Cuando ahora cuentan en la tele que hay que reciclar yo pienso que en mi época sí que sabíamos cómo hacerlo. Matábamos un cerdo y su carne daba de comer a una familia durante un año entero, aprovechando hasta los sesos para revuelto o los chicharrones con anís para las meriendas. Además hacíamos jabones con la grasa que no se utilizaba para la conserva de los lomos fritos. Eso sí que era reciclar.
De niña, recuerdo que mi madre pasaba largos ratos haciendo requesón con el suero del queso de oveja. Sin embargo, al dejar la casa vieja, ya no volvimos a cuidar ovejas y perdimos esa costumbre. Aunque sólo tenía doce años en aquel entonces, tengo grabado en la memoria cuando las ovejas me chupaban los dedos como saludo cuando los metía entre los agujeros de su alambrada. Era un momento para la felicidad.
Mi nieta nunca ha tocado a una oveja y creo que la horrorizaría hacerlo. Al menos necesitaría lavarse las manos unas cinco veces después. En cambio no le da asco comer golosinas fosforescentes o hamburguesas que no saben a carne.
Tampoco parece importarle el tener que pasar la mitad de sus días con las narices pegadas a la pantalla de su ordenador, bien sea por trabajo o para ver “sus series”.
Yo reconozco que el cacharro ese me llama la atención porque me parece mentira todo lo que contiene, mis hijos compran viajes, ropa y ven películas con él, pero también entiendo que aísla a la gente. Lo veo cada vez que paso unos días en casa de alguno de mis hijos: al volver a casa cada cual se encierra en su cuarto con su máquina y colorín colorado hasta la cena.
En mi casa las sobremesas siempre se prolongaban, entre semana para organizar los asuntos urgentes y los fines de semana entre café, rosquillas de la abuela y anís.
Antes de casarme, las amigas de la escuela nos juntábamos en casa de alguna a la hora de la merienda y después de casarme, al terminar las faenas del día, visitaba a mi suegra o mi madre y paseaba por el arroyuelo charlando con alguna vecina. A nadie se le ocurría jugar a las cartas o ponerse a leer un libro, el cansancio acumulado impulsaba a estirar el cuerpo entumecido con una caminata para tomar el aire fresco.
Y lo más parecido al ordenador era el cine que mandó instalar Don Luis, el cura más bueno que hemos tenido en el pueblo, en el que se ponían películas un día a la semana sin que nadie pudiese elegir la programación. La gente se sentaba emocionada y devoraba la pantalla con unos ojos maravillados para los que casi todo era nuevo.
Aunque siendo honesta, debo decir que a mi nunca me entusiasmó el cine porque no tengo suficiente paciencia para esperar a descubrir adónde va la historia. En las pocas ocasiones que he decidido leer una novela, me he saltado capítulos o he leído primero el final.
Así que puede que sea verdad que no comprendo el ocio. Mi tiempo ha sido demasiado mío para sentir que puedo utilizarlo en cualquier cosa y sin embargo ahora que tengo más de noventa y me estoy quedando progresivamente ciega, debo descubrir cómo entretenerme sin mirar a los árboles o los pájaros, charlando pocos ratos con mis hijos, nietos y vecinos, para no morir de aburrimiento y soledad.
Mis hijos me visitan cada fin de semana y tengo buen trato con mis vecinos, pero las horas se suceden largas durante el invierno sin poder salir a mi corral para cuidar las flores.
Las vidas de mis familiares son mi verdadero ocio, los detalles de sus días que me llegan a retazos telefónicos llenando mis huecos de hoy.
Mi nieta esto no puede entenderlo ahora, pero como es cariñosa me llama de vez en cuando y sigue quedándose en el pueblo en las vacaciones, dándome un poco de eso que tanto dice que me falta.         


martes, 17 de febrero de 2015

INSTRUCCIONES PARA LIDIAR CON UN COTILLA





Con todas nuestras distancias...un tributo a Cortázar


Cuando un aluvión de blablablá no solicitado invade nuestros oídos emitiendo un zzzzzzzzzz similar al zumbido de una abeja y a este le secunda un jijiji malicioso, sabemos que nos hayamos ante la inconfundible presencia del cotilla.

Una vez identificado nuestro ruidoso atacante, podremos planificar nuestra estrategia defensiva.

Un procedimiento habitual, consistente en la relajación de la musculatura cervical extensora y activación de la flexora en graciosa afirmación, oferta una respuesta inicial que sin duda agradará a nuestro interlocutor manteniendo su guardia baja.

Bloqueada cualquier posible sospecha de ausencia interactiva,  debemos trabajar en el asentamiento de una escucha pasiva basada en el canon del ‘ja,ja,ja’, base para un cómodo descanso postrero. Este modelo se hará efectivo una vez fijada nuestra atención en la simple identificación de los  ‘jijiji’ del contrario, a los que de forma inexorable se replicará con un ‘jajaja’ sonoro y  elevado.  Para lograr el máximo rendimiento, en ocasiones se puede espaciar un ‘jajaja’ cada dos ‘jijiji’. No obstante, cualquier espaciamiento negligente podría desembocar en consecuencias catastróficas.

Hay ciertos cotillas de alto rango con los que se debe proceder con mayor cautela.
La clave del éxito radica en identificar con precisión el perfil de nuestro oponente. Este tipo de adversario muestra con frecuencia su desprecio por cualquier forma de vida, por lo que la palabra clave para su correcta clasificación será ‘buaj’,  a la que siempre deberemos contestar con un ¡puaj!, sólo alternable con un ‘aj’ para las ocasiones formales.

En cuanto al deseado cese del bucle, el curtido receptor de blablablás deberá actuar de la siguiente manera: un golpe seco en la mesa o mueble más cercano seguido de un ’ay’ agudo para comunicación vía telefónica o un ‘puf’ seguido de “¡se me había olvidado totalmente que había quedado!” para la modalidad presencial.

lunes, 2 de febrero de 2015

PARA MÁS INRI




Cuando padre tenía mi edad decía que tras una vida de labranza, era el momento de hacer lo que le diese la gana. Como era de buen comer, para él aquello consistía en hacer honor al refrán: “Del cerdo hasta los andares”. Y para que pasase bien, la bota con el vino que le regalaba siempre su vecino el Leandro.
A mi tampoco me queda más que el buen comer y el buen beber, me dije mientras descansaba la osamenta en los carcomidos bancos de la sacristía. Acababa de terminar mi misa de la tarde que para más inri había sido con la novena del Carmen, que es más larga que un día sin pan, perdóneme Dios. Y es que son más de cuarenta años con la misma cantinela y yo ya estoy para dictar testamento como dice la Antonia cada vez que la pregunto cómo anda.
Entré en el seminario para poder estudiar, pero nunca quise ser cura, así que las letanías me sobran todas. Lo de ayudar pase, escuchar la confesión entretiene, pero tanto rezo a todas horas…yo ya no tengo cabeza para eso.
Pero en lo que estábamos, andaba yo escondido en la iglesia aún sin quitarme la casulla algo adormecido tras beberme otra copita del vino de misa cuando escuché pasos dentro de la iglesia. “Será Luisito”-pensé, que no hay sacristán más devoto y redicho y como haya algo que crea que se ha olvidado o no ha quedado en su sitio, ya le puede replicar el mismísimo Papa, que tiene la cabeza como un leño.
Suspirando me levante del banco de madera que tenía más cagadas de mosca que las mulas de padre y salí, pero no era Luisito quien me aguardaba.
Todavía agazapado detrás del púlpito que está nada más salir de la sacristía a la izquierda, ya pude ver los ojos de conejo de la Brígida, que siempre parece que va cegada por los faros de un coche. Tiene cara de boba la Brígida, pero no hay quien la tosa y su visita no anunciaba nada bueno.
-Don Cirilo, ¿Dónde está?-rechinó la aguda voz de la Brígida, cotilla mayor de San Cipriano y parte de la comarca que siempre se queja de la garganta pero chilla más que el pastor.
Acongojado salí de mi escondrijo cabizbajo.
¡Y pensar que de mozo le bebía los vientos! Por la Brígida pensé en salirme del seminario, pero madre que era más inteligente que padre me dijo que la Brígida era digna hija de su madre, más mala que la quina. Razón tenía, que no hay vida de la que la Brígida no sepa, ni muerto que no revuelva en su tumba ni  cosa en la que no meta las narices.
Eso sí, no la pesa la conciencia, que al comulgar es la primera cada vez.
-Pero Brígida, ¡que se va a matar!-grité cuando al fin la avisté encaramada en una pata sobre el altar del San Isidro.
-Deje deje, ya verá que blanquito y que bien lo dejo.
Y dicho y hecho, la buena señora, de la saga de los “cotorras”, se encaramó al altarcillo de San Isidro para coger al santo. Pero un zapato se la enredó con la sabanilla, se tropezó y manto, Brígida y santo se dieron de bruces contra el suelo.
La cabeza del pobre San Isidro rodó hasta mis pies y hasta me pareció que me miraba pidiendo clemencia a pesar de su ojo a la virulé que algún piadoso fiel como la Brígida debió pintarle antaño.
Pues bien, creánme cuando les digo que la Brígida ni se inmutó. Se levantó como pudo y atusándose la falda me dijo:
-¡Esto lo arreglo yo con el superglú en un satiamén! Pero no me diga que no está más limpio, que daba pena verlo.