martes, 14 de abril de 2015

UN BAILE DE MÁSCARAS



Por su retina pasaban como relámpagos los edificios de unas calles recorridas mil veces mientras ocupaba sus pensamientos esa frase repetida otras cuantas por su compañero de fatigas: “La vida es un baile de máscaras”.
¡Qué cierto resultaba aquello cuando se trataba de la labor policial! En su vida profesional que ya se extendía más de doce años, había enfrentado unas cuantas situaciones rocambolescas, pero la de aquel día le tocaba especialmente la fibra sensible. Odiaba cuando la cosa tenía que ver con niños.
-¿En qué estás pensando?-interrumpió bruscamente Sergio sus pensamientos.
-En que siempre hay un carnaval grotesco en alguna parte.
-Estás pensando en tu sobrina, la chica te la ha recordado.-sugirió casi susurrando el joven conductor, que todavía gozaba del entusiasmo propio de los primeros años en el cuerpo.
Hugo suspiró para destilar una mezcla de malhumor y desencanto antes de contestar:
-Ya no pienso mucho en ello, es lo extraño de las desapariciones. El recuerdo se vuelve una pátina imperceptible.
Sergio despegó su mano izquierda del volante y le dio una suave palmada en el hombro.
-A esta la vamos a devolver su vida, Hugo.
Se hizo un plomizo silencio y cada uno volvió a sus pensamientos. El espigado conductor centró su vista en la carretera preguntándose nervioso si habría ido demasiado lejos con su última frase mientras el nervudo veterano parecía abstraerse observando su reflejo en la ventanilla. La cara que le devolvía el cristal disimulaba el cansancio y la tristeza tras unos pómulos marcados que endurecían sus facciones, opacando sus rasgados ojos pardos.
La peculiar fisionomía de su cara hacía que algunos en el cuerpo le llamasen 007, al afirmar que su porte era digno de personificar al espía, pero Hugo no se reconocía en tales comparaciones. Era como una cadena de bicicleta desengrasada, aún podía moverse, pero con torpeza. “¿De verdad iban a devolver una vida a aquella niña?”-se preguntaba. Al parecer la niña de siete años, hija de un matrimonio de gitanos a ojos del mundo hasta hace tan sólo unos días, ya no podía definirse como tal. Su pelo rojizo y sus ojos verdes resultaron demasiado exóticos para no despertar sospechas en una vecindad poblada por gitanos morenos de nariz altiva y un vecino había desatado la alarma.
El hecho de que menos de un mes antes hubiese aparecido un caso similar en una provincia cercana no dejaba de inquietar a Hugo, que nunca podría acostumbrase por completo a los resquicios más tenebrosos del género humano. Su función hoy se limitaba a escoltar a la niña a la comisaría mientras otro equipo lidiaba con los presuntos impostores, que tras haberse mostrado incapaces de presentar documentos fidedignos de custodia de la menor, pasarían a disposición judicial en las próximas horas.
-Aquí pone que nos quedan 500 metros.-afirmó animoso Sergio, pero su tono traslucía un cierto nerviosismo que Hugo acusó a la conversación que acaban de sostener.
Apiadándose de su joven compañero, balbuceó:
-El equipo de Losada ya está allí, así que la cosa será rápida.
Pero incluso recién pronunciadas estas palabras una terrible sensación de asco envolvió sus entrañas. No podía sentirse cómodo ni héroe. ¿Qué sería de aquella niña?  Se preguntaba cómo habrían sido esos siete años de vida en aquel entorno y cómo sería el futuro que la aguardase una vez liberada de su hogar falso.
Su psicólogo le había ordenado más que sugerido en muchas ocasiones que desconectase de cualquier caso una vez terminado su horario laboral, pero parecía incapaz de hacerlo. Él, el 007, adolecía de los males de la post-adolescencia y de una visión melodramática de la vida que a duras penas disimulaba con largos silencios e ironías.
Al llegar otro vehículo policial flanqueaba la puerta.
Sergio entró con paso firme en la chabola, excitado por la novedad del caso en su periplo personal, tintineando inconscientemente las llaves de la patrulla entre los dedos.
La niña estaba en una esquina de la sala, sentada junto a Luisa, la psicóloga.
-¿Te acuerdas de lo que hemos hablado? Ahora tienes que acompañar a estos señores a un sitio. Mira, él se llama Hugo y él…
-Sergio, encantado.
La niña, delgada y pálida miró muy atenta con unos bonitos ojos verdes que se mostraban vidriosos. Era obvio que estaba asustada, aunque no al punto de estallar en llanto. Sin mediar palabra se levantó irguiendo una mirada interrogante alternativamente a ambos.
-¿Te llamas Candela, verdad?-preguntó Sergio esforzándose por mostrar una sonrisa amistosa.
Hugo avanzó un paso hacia la niña y agarrando una de sus manos la apretó firme durante unos segundos. Era una mano pequeña y áspera.
-¿Voy a ir al colegio?-dijo la niña, y en ese momento Hugo supo que no podría seguir con aquello. Este sería su último caso.