¿A quién podría resultarle romántica la rampa de entrada a
un garaje? No podría afirmar a ciencia cierta que ella sea la única, pero me
reservo el beneficio de la duda. Y eso sólo porque tan singular ubicación geográfica
fue el escenario de su primer beso.
¿Será este el origen de su percepción del mundo como una espiral
de excentricidad disfrazada de vida común?
Lo cierto es que se la encoge un poco el corazón cada vez
que cruza una entrada de garaje, en especial si se trata de una de esas que
tienen un suelo de baldosines rosas desteñidos con pequeños bajorrelieves
circulares. Y yo no sé que me da más rabia, si ver esa pánfila ensoñación que
la envuelve, o escuchar una vez más de sus labios la cíclica confesión que me
atormenta.
Lo curioso es que ahora se me encoge el estómago al cruzar rampas
de garaje, en especial, las de baldosines rosas desteñidos y, como es lógico, la
odio por ello.
Querría ser más benévolo con sus caprichosas idas y venidas
en mi vida, pero la frustración que me paraliza en cada abrazo de despedida, me
llena de rencor, sed e incertidumbre.
Se disfrazó de brisa de verano cuando la conocí por
casualidad en una velada de alienación
etílica para olvidar el suicidio de nuestros “peterpanes” de la veintena. Tras
varias copas, comenzó a hablarme de sus voraces sueños artísticos y yo, que en
mi breve pero intenso periplo por la industria publicitaria, ya había visto
reducirse a cenizas varias de mis ilusiones, me dejé arrastrar por su discurso
hacia una reconfortante isla común.
Pero más que un verano ella es el otoño. Nadie sabe si sus
ramas se volverán a poblar de hojas o vivirán una poda perenne. Dice que no
puede obviar un cierto pragmatismo que la obliga a descartar cualquier
aspiración a artista de museo, pero esa es sólo una coraza. En realidad pocas
cosas le gustarían más que viajar por el mundo para desarrollar proyectos sin
ningún otro fin que mostrar a la gente su fiel reflejo, pero con un halo de
misterio.
Encerrada por horas dibujando hasta lijarse la yema de los
dedos, la he visto varias veces abandonar un dibujo casi terminado.
”Dibujar no es relajante”-es todo cuanto sale de su boca en
esas ocasiones-“no dejes que te convenzan de lo contrario”.
Me gusta verla dibujar porque siempre he admirado a aquellos
con la habilidad de destacar en algo. Gente con la capacidad mágica de conectar
lo que imagina su cerebro con el papel, un escenario o un instrumento.
Cuando dibuja desaparece todo lo demás, lo noto porque
aunque conteste a mis preguntas, su tono es lineal y sus ojos están en un
paisaje que ni ella está segura de conocer.
A mi me falta esa pulsión febril, supongo que es la
consecuencia lógica de estudiar algo que te encanta pero en cuya práctica nunca
gana el verdadero ingenio.
Antes quería ser el mejor publicista, el tipo sonriente de
los reportajes de revista especializada y mi salario era sólo ese correo que debía
comprobar una vez al mes ya que el alquiler lo pagaban mis padres.
Ahora en cambio, inmerso en las delicias de la vida adulta, me
encuentro a menudo haciendo horas extra soñando con la evaluación favorable que
no estoy en edad de recibir, para alcanzar un limbo con más horas libres y un
equipo bajo mi mando.
Podría decirse que vivo enfrentado a la ventana de ladrillos
de Bartleby el escribiente, pero en mi ventana un ladrillo se ha roto y deja
ver un suelo de baldosines rosas desteñidos con pequeños bajorrelieves
circulares.
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