lunes, 26 de octubre de 2015

TÍA MARÍA


No eran los dedales la prótesis de sus dedos sino los dedos la prolongación de aquellos dedales. Ascendiendo desde sus raíces metálicas, unas nudosas prolongaciones más hueso que carne, se afanaban una vez más con febril determinación en esculpir un vestido al compás de la vieja Singer regalada por su madre.
Al suspender la tela entre sus rodillas y el borde de la mesa el tiempo suspiraba y contenía el aliento. Las risas, las vistas, el ruido de los pájaros que diariamente ensuciaban el poyete de la ventana apenas distraían sus ojos de águila concentrados en los entresijos de las tramas y urdimbres.
Los tejidos eran sus mapas. Por ellos recorría kilómetros y kilómetros y dejaba a su imaginación guiarla hasta fiestas, comuniones, bodas y bautizos según los deseos del cliente en cuestión.   
En general, trataba de satisfacer sus caprichos, pero a veces su criterio luchaba por imponerse con tal frenesí que alargaba un par de dedos una falda o añadía un par de centímetros a peticiones de talles ceñidos con imprudencia.
La mesita de la máquina de coser bailaba al compás del pedaleo constante hasta el atardecer, admirada por las sobrinas que cada tarde de verano la visitaban en busca de tesoros de cajón de sastre a los que inventarles un origen misterioso.
Rebuscando entre los hilos, los botones se convertían tan pronto en monedas de barco pirata como en dinero con el que pagar en un improvisado supermercado en la mesa central del recibidor.
Su paciencia con aquellas niñas ruidosas era infinita a pesar del deambular incansable por la casa hasta invadir todos sus rincones. La concentración en la costura le impedía alterarse con las risas estruendosas o el uso de las porcelanas más delicadas como vajilla para un restaurante en el comedor.
Y las niñas le gustaban. Era caprichosas como ella y sabían apreciar las alegrías sencillas como los paseos por el Carpio para hacer pulseras con “Ajos de Cigüeña”, el pollo muy frito y las rosquillas de aceite que tomaban acompañadas de la mezcla de cereales tostados que le gustaba beber en vez de café.
Su insólito desinterés por el romance la permitía una dedicación digna de los grandes genios a su trabajo, que más que trabajo era modo y motor de vida.
Cuando sus pensamientos se alejaban de la costura, se acercaban de forma peligrosa a la hipocondría y una cierta racanería temerosa de un Apocalipsis solitario del que su pesimismo innato le alertaba.
Por eso había decidido desde temprana edad, donar una significativa cantidad anual para misiones africanas que le salvaguardarse de extraviar su camino hacia el cielo. Este temor de Dios tan manifiesto en su trato diario, era bien conocido por sus clientes más devotos, que la obsequiaban con virgencitas de aquí y allá y bendiciones papales como recuerdo del Vaticano en agradecimiento a su buen hacer y trato suave. Su sala de coser se había transformado así, con el paso de los años, en una especie de santuario mariano donde los estantes alternaban figurillas de los más diversos materiales, como concha, cerámica o madera, testigos pintorescos de su tibio deambular por la vida.
No la gustaba fantasear, así que libros y películas carecían de interés a sus ojos, pero disfrutaba de las historias que sus clientes la contaban mientras esperaban algún remate de su encargo. Las vidas de sus vecinos y amigos se perfilaban como fábulas con moralejas sorprendentes que la gustaba comentar con su hermana en las numerosas sobremesas que compartían con la familia de ésta.
Una hermana que más que hermana, era una segunda madre a quien recurrir ante cualquiera de las pequeñas complicaciones domésticas. Su Ángel de la Guardia. Un lazo que no se rompería ni siquiera cuando en la vejez, el deterioro de ambas, hiciera que ya no pudiesen mantener aquellos roles tantos años mantenidos.
Abrazándose el alma por un camino recorrido casi siempre juntas, sus deseos eran transparentes para su hermana menor, que la consideraba de nuevo niña en sus caprichos de vejez .
Cuando la inmovilidad atrapó sus manos, los más cercanos pensaron que se le apagaría el aura, pero aún en sus reflexiones pesimistas sobre el final, se palpaba su perenne pasión por las cosas sencillas de antaño.
Aunque con los párpados algo más caídos,  sus ojos seguían brillando curiosos ante el amarillo intenso del trigo en verano y las nuevas hechuras de la ropa de sus sobrinas, que le parecían un desafío a la razón.
Su última puntada la dio un 15 de mayo, curiosamente el día de San Isidro Labrador, otro trabajador incansable como ella.

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