Por su retina pasaban como relámpagos los edificios de unas
calles recorridas mil veces mientras ocupaba sus pensamientos esa frase
repetida otras cuantas por su compañero de fatigas: “La vida es un baile de
máscaras”.
¡Qué cierto resultaba aquello cuando se trataba de la labor
policial! En su vida profesional que ya se extendía más de doce años, había
enfrentado unas cuantas situaciones rocambolescas, pero la de aquel día le
tocaba especialmente la fibra sensible. Odiaba cuando la cosa tenía que ver con
niños.
-¿En qué estás pensando?-interrumpió bruscamente Sergio sus
pensamientos.
-En que siempre hay un carnaval grotesco en alguna parte.
-Estás pensando en tu sobrina, la chica te la ha
recordado.-sugirió casi susurrando el joven conductor, que todavía gozaba del
entusiasmo propio de los primeros años en el cuerpo.
Hugo suspiró para destilar una mezcla de malhumor y
desencanto antes de contestar:
-Ya no pienso mucho en ello, es lo extraño de las
desapariciones. El recuerdo se vuelve una pátina imperceptible.
Sergio despegó su mano izquierda del volante y le dio una
suave palmada en el hombro.
-A esta la vamos a devolver su vida, Hugo.
Se hizo un plomizo silencio y cada uno volvió a sus
pensamientos. El espigado conductor centró su vista en la carretera
preguntándose nervioso si habría ido demasiado lejos con su última frase
mientras el nervudo veterano parecía abstraerse observando su reflejo en la
ventanilla. La cara que le devolvía el cristal disimulaba el cansancio y la
tristeza tras unos pómulos marcados que endurecían sus facciones, opacando sus
rasgados ojos pardos.
La peculiar fisionomía de su cara hacía que algunos en el
cuerpo le llamasen 007, al afirmar que su porte era digno de personificar al
espía, pero Hugo no se reconocía en tales comparaciones. Era como una cadena de
bicicleta desengrasada, aún podía moverse, pero con torpeza. “¿De verdad iban a
devolver una vida a aquella niña?”-se preguntaba. Al parecer la niña de siete
años, hija de un matrimonio de gitanos a ojos del mundo hasta hace tan sólo
unos días, ya no podía definirse como tal. Su pelo rojizo y sus ojos verdes
resultaron demasiado exóticos para no despertar sospechas en una vecindad
poblada por gitanos morenos de nariz altiva y un vecino había desatado la
alarma.
El hecho de que menos de un mes antes hubiese aparecido un
caso similar en una provincia cercana no dejaba de inquietar a Hugo, que nunca
podría acostumbrase por completo a los resquicios más tenebrosos del género
humano. Su función hoy se limitaba a escoltar a la niña a la comisaría mientras
otro equipo lidiaba con los presuntos impostores, que tras haberse mostrado
incapaces de presentar documentos fidedignos de custodia de la menor, pasarían
a disposición judicial en las próximas horas.
-Aquí pone que nos quedan 500 metros.-afirmó animoso Sergio,
pero su tono traslucía un cierto nerviosismo que Hugo acusó a la conversación
que acaban de sostener.
Apiadándose de su joven compañero, balbuceó:
-El equipo de Losada ya está allí, así que la cosa será
rápida.
Pero incluso recién pronunciadas estas palabras una terrible
sensación de asco envolvió sus entrañas. No podía sentirse cómodo ni héroe.
¿Qué sería de aquella niña? Se
preguntaba cómo habrían sido esos siete años de vida en aquel entorno y cómo
sería el futuro que la aguardase una vez liberada de su hogar falso.
Su psicólogo le había ordenado más que sugerido en muchas
ocasiones que desconectase de cualquier caso una vez terminado su horario
laboral, pero parecía incapaz de hacerlo. Él, el 007, adolecía de los males de
la post-adolescencia y de una visión melodramática de la vida que a duras penas
disimulaba con largos silencios e ironías.
Al llegar otro vehículo policial flanqueaba la puerta.
Sergio entró con paso firme en la chabola, excitado por la
novedad del caso en su periplo personal, tintineando inconscientemente las
llaves de la patrulla entre los dedos.
La niña estaba en una esquina de la sala, sentada junto a
Luisa, la psicóloga.
-¿Te acuerdas de lo que hemos hablado? Ahora tienes que
acompañar a estos señores a un sitio. Mira, él se llama Hugo y él…
-Sergio, encantado.
La niña, delgada y pálida miró muy atenta con unos bonitos
ojos verdes que se mostraban vidriosos. Era obvio que estaba asustada, aunque
no al punto de estallar en llanto. Sin mediar palabra se levantó irguiendo una
mirada interrogante alternativamente a ambos.
-¿Te llamas Candela, verdad?-preguntó Sergio esforzándose
por mostrar una sonrisa amistosa.
Hugo avanzó un paso hacia la niña y agarrando una de sus
manos la apretó firme durante unos segundos. Era una mano pequeña y áspera.
-¿Voy a ir al colegio?-dijo la niña, y en ese momento Hugo
supo que no podría seguir con aquello. Este sería su último caso.
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