Cuando padre tenía mi edad decía que tras una vida de
labranza, era el momento de hacer lo que le diese la gana. Como era de buen
comer, para él aquello consistía en hacer honor al refrán: “Del cerdo hasta los
andares”. Y para que pasase bien, la bota con el vino que le regalaba siempre su
vecino el Leandro.
A mi tampoco me queda más que el buen comer y el buen beber,
me dije mientras descansaba la osamenta en los carcomidos bancos de la
sacristía. Acababa de terminar mi misa de la tarde que para más inri había sido
con la novena del Carmen, que es más larga que un día sin pan, perdóneme Dios. Y
es que son más de cuarenta años con la misma cantinela y yo ya estoy para
dictar testamento como dice la Antonia cada vez que la pregunto cómo anda.
Entré en el seminario para poder estudiar, pero nunca
quise ser cura, así que las letanías me sobran todas. Lo de ayudar pase,
escuchar la confesión entretiene, pero tanto rezo a todas horas…yo ya no tengo
cabeza para eso.
Pero en lo que estábamos, andaba yo escondido en la iglesia aún
sin quitarme la casulla algo adormecido tras beberme otra copita del vino de
misa cuando escuché pasos dentro de la iglesia. “Será Luisito”-pensé, que no
hay sacristán más devoto y redicho y como haya algo que crea que se ha olvidado
o no ha quedado en su sitio, ya le puede replicar el mismísimo Papa, que tiene la
cabeza como un leño.
Suspirando me levante del banco de madera que tenía más
cagadas de mosca que las mulas de padre y salí, pero no era Luisito quien me
aguardaba.
Todavía agazapado detrás del púlpito que está nada más salir
de la sacristía a la izquierda, ya pude ver los ojos de conejo de la Brígida,
que siempre parece que va cegada por los faros de un coche. Tiene cara de boba
la Brígida, pero no hay quien la tosa y su visita no anunciaba nada bueno.
-Don Cirilo, ¿Dónde está?-rechinó la aguda voz de la
Brígida, cotilla mayor de San Cipriano y parte de la comarca que siempre se
queja de la garganta pero chilla más que el pastor.
Acongojado salí de mi escondrijo cabizbajo.
¡Y pensar que de mozo le bebía los vientos! Por la Brígida
pensé en salirme del seminario, pero madre que era más inteligente que padre me
dijo que la Brígida era digna hija de su madre, más mala que la quina. Razón
tenía, que no hay vida de la que la Brígida no sepa, ni muerto que no revuelva
en su tumba ni cosa en la que no meta
las narices.
Eso sí, no la pesa la conciencia, que al comulgar es la
primera cada vez.
-Pero Brígida, ¡que se va a matar!-grité cuando al fin la
avisté encaramada en una pata sobre el altar del San Isidro.
-Deje deje, ya verá que blanquito y que bien lo dejo.
Y dicho y hecho, la buena señora, de la saga de los
“cotorras”, se encaramó al altarcillo de San Isidro para coger al santo. Pero
un zapato se la enredó con la sabanilla, se tropezó y manto, Brígida y santo se
dieron de bruces contra el suelo.
La cabeza del pobre San Isidro rodó hasta mis pies y hasta
me pareció que me miraba pidiendo clemencia a pesar de su ojo a la virulé que
algún piadoso fiel como la Brígida debió pintarle antaño.
Pues bien, creánme cuando les digo que la Brígida ni se
inmutó. Se levantó como pudo y atusándose la falda me dijo:
-¡Esto lo arreglo yo con el superglú en un satiamén! Pero no
me diga que no está más limpio, que daba pena verlo.
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